domingo, 23 de junio de 2013

Cada uno busca lo suyo...

Pues vamos con un relato inspirado en un tema candente. Este no es humorístico, advierto, aunque en algún momento pueda parecerlo.



JUBILADO A LA VISTA

Era miércoles, 30 de septiembre del año 2009. Último día del mes, y del trimestre. El verano había acabado, pero el otoño no parecía decidirse a comenzar, en el cielo se alternaban nubes y claros, y por la calle se veía a gente ataviada tanto con ropa de invierno como de verano. En aquella sucursal de una de tantas Cajas de Ahorros, sin embargo, los empleados sudaban como si estuvieran bajo el sol de agosto. Y el motivo no era que estuviesen agobiados de trabajo.

El lunes sí que había sido movido, como solían serlo los lunes de la última semana del mes, cuando la oficina se llenaba de jubilados que iban a sacar el dinero recién cobrado de su pensión, y de trabajadores que hacían lo propio con su nómina. “Somos animales de costumbres”, había sentenciado Magdalena, la Interventora, refiriéndose al hecho de que la gente de por allí prefiriera los lunes para ir a retirar fondos. El martes habían acudido los que no habían ido el lunes. Pero el miércoles no estaba yendo nadie, y la excesiva tranquilidad les estaba exasperando. Tras ver marcharse a un tipo gordo y quedarse la sucursal nuevamente vacía de clientes, el director salió de su despacho y gritó, sin dirigirse a nadie en concreto:

— ¡¡¿A qué entró ese último?!!
— A cambiar, Armando. Un billete de 20 en monedas de uno y dos euros —respondió Javier, que era quien lo había atendido.
— ¡Joder! ¡Me cago en su puta cabeza! Odio a los que piden cambio. Venga, hostia, venga. ¡Recordad que sólo necesitamos a uno!

Desde su mesa, Magdalena contempló cómo Armando, hecho una furia, volvía a entrar en su despacho. No le caía bien. A ella le había costado mucho tiempo y esfuerzo, y superar unas pruebas de aptitud, el alcanzar la categoría de Interventora. Y le fastidiaba que para el puesto de Director se contratase a gente de fuera de la Caja, sin pruebas de ningún tipo. Pero esa era ahora la norma, sobre todo en las oficinas de la red de expansión como aquella. Se contrataba a gente con experiencia comercial, aunque no tuviesen ni idea del negocio bancario. Y, sobre todo, se contrataba a gente que gracias a su anterior actividad dispusiese de una red de contactos en la zona, de forma que al contratarlos pudieran aportar rápidamente nuevos clientes. Ese había sido el caso de Armando, que regentaba una franquicia de aparatos electrónicos y audiovisuales de alta gama, y presumía de conocer a muchas personalidades, que habían sido clientes suyos y a los que había vendido televisores y equipos de música de “alto standing”. En realidad era un fanfarrón que no conocía a casi nadie. Vestía bien, eso sí, tenía presencia, y era un hábil negociador… cuando se ponía a ello, que no era muy a menudo. Por lo demás, era un ignorante y un absoluto vago, y todo el trabajo de la oficina lo gestionaba Magdalena, incluyendo la mayor parte de las ocupaciones que, por su cargo, le hubieran correspondido a él. Armando se limitaba a encerrarse en su despacho a navegar por Internet y hablar por teléfono, a atender a “los clientes importantes” (con el asesoramiento de Magdalena para los aspectos técnicos de los contratos, por supuesto) y a salir de vez en cuando a pegar unos cuantos gritos sazonados de tacos para “motivarles”, especialmente cuando le tocaba transmitir al personal las exigencias y objetivos que la Jefatura de Zona había fijado para la oficina.

Los objetivos. Los malditos objetivos. Ésa era la razón del nerviosismo y los sudores de aquel día. Les faltaba “colocar” treinta mil euros en participaciones preferentes (sin duda el producto estrella de esa temporada) para alcanzar el objetivo del trimestre, y, según hacían camino las manecillas del reloj redondo que presidía la pared del fondo, cada vez parecía menos probable conseguirlo. No cumplir el objetivo, aunque fuera por tan poco, significaría para todos la pérdida de la suculenta prima que suponía un porcentaje elevado del sueldo mensual. Para Armando incluso podía suponer la pérdida de su empleo, de hecho esa solía ser la amenaza que recibían los directores. En realidad, y dado que sería la primera vez que no alcanzaran los objetivos fijados, y que además no lo harían por muy poco, Magdalena no creía que fueran a despedirle, aunque seguramente le darían un toque, que él a su vez les transmitiría a ellos multiplicado por diez.

Quien probablemente sí se iría el paro sería Lucas, el nuevo, que sólo llevaba estos tres meses en la oficina, en período de prueba. Hacer el período de prueba en una oficina que no cubría objetivos era sinónimo seguro de no renovación del contrato, aunque la culpa no fuese suya. Lucas tenía 27 años y este era sólo su segundo trabajo. Había sido contratado urgentemente a través de una E.T.T. después de que Lorena, su antecesora, se cambiara de trabajo por sorpresa. Lucas era Licenciado en Económicas, y como suele ocurrir con los licenciados jóvenes, tenía muchos conocimientos teóricos pero muy poco espíritu práctico. Había congeniado bastante con Armando, que le trataba casi como a un discípulo.

Luego estaba Javier, el veterano, que llevaba diez años en el mismo puesto, y como él decía, las había “visto de todos los colores”. Era una persona afable y su mayor preocupación eran sus niños, a los que adoraba y de los que hablaba siempre que tenía ocasión. No le importaban los ascensos ni las oportunidades, sino estar tranquilo y a gusto. Desde su juventud y ambición, tanto Armando como Lucas le contemplaban con cierto desprecio, y no se daban cuenta de que era el principal activo de la oficina, por la confianza que inspiraba y el trato cercano y amable que prodigaba a los clientes, a todos los clientes, independientemente del volumen de negocio que supusieran para la entidad. Y es que si era importante captar clientes, también lo era fidelizarlos, y en eso la simpatía de Javier resultaba fundamental, aunque el director no se diera mucha cuenta. Javier trabajaba como el que más y se esforzaba en cumplir los objetivos, pero no se callaba su opinión y más de una vez había manifestado reparos morales a los productos que la Caja les obligaba a vender, lo cual Armando consideraba insufrible, acusándole de “no estar implicado” con la empresa, de “no sentirse identificado” con la misma. Tales aseveraciones, empero, sólo conseguían que Javier se riera con estentóreas carcajadas, exasperando aún más al irascible director. Magdalena solía mantenerse al margen en esas discusiones aunque, en el fondo, pensaba lo mismo que Javier. Pero no decía nada. Lo que sí hacía era defender a Javier en los informes confidenciales sobre el personal que los Servicios Centrales le solicitaban periódicamente, algo de lo que Armando no tenía ni idea, pues pensaba que sólo le pedían informes a él. Magdalena estaba segura de que si Javier seguía en su puesto, era gracias a ella.

La mañana siguió avanzando, sin casi clientes. Armando se movía por el despacho como un león enjaulado y los demás, especialmente Lucas, no estaban mucho mejor de los nervios. De repente, cuando el reloj marcaba ya la una y diez, Armando se asomó un momento por la puerta del despacho y advirtió:
— ¡Eh, eh, atención, que veo un jubilado que viene hacia aquí!

Todos miraron hacia el ventanal y la puerta acristalada. Efectivamente, un hombre delgado y de edad avanzada estaba cruzando la calle en dirección a la oficina. Llevaba un bastón en la mano derecha, pero no parecía necesitarlo pues caminaba con bastante agilidad. Alcanzó la acera, miró hacia la sucursal, estudió un momento los carteles anunciadores, y dirigió sus pasos hacia la puerta.

— ¡Va a entrar! ¡Va a entrar! —exclamó Lucas en voz baja.
— ¡Todos! Poned cara seria y haced como que trabajáis mucho — sugirió Magdalena.
— Que nos la jugamos, ¿eh? — recordó Armando.

El señor entró, y se encontró con un silencio sepulcral. Aparentemente concentrados en sus tareas, nadie levantó la vista para mirarle. En la puerta de su despacho, Armando fingía estudiar unos papeles mientras dudaba sobre si debía salir a saludarle directamente o no. El caballero miró a un lado y a otro y dijo en voz alta:

— Buenos días, ¿quién me puede atender?
— Buenos días, señor, cualquiera le atenderá perfectamente —respondió Javier desde su sitio.— ¿Qué es lo que desea?
— Lo que deseo ye… ganar dinero —dijo el hombre, golpeando el suelo tres veces con su bastón, para recalcar su afirmación.

Desplegando una amplia sonrisa, Armando salió de su despacho y avanzó hacia el anciano extendiendo el brazo.

— ¡Ah! Muy bien, me parece estupendo —dijo, estrechándole la mano al recién llegado—. Pues entonces lo mejor es que se siente con nuestra interventora, la señorita Magdalena, que le comentará...
— No, no, no —le interrumpió el hombre con voz firme—. Yo no quiero hablar con una muyer. Yo quiero que me atienda un paisano. El que mande.

Armando se quedó un momento parado. Magdalena era la más experta, pero el cliente parecía ser un machista redomado y la contemplaba con desconfianza. Así que optó por una solución que no le gustaba, pero que era la mejor dadas las circunstancias:

— De acuerdo, entonces venga usted a mi despacho. Me presento, me llamo Armando Gutiérrez y soy el director de la oficina. Javier, ¿puedes venir con nosotros? Sí, este es Javier, que es… también interventor, y conoce muy bien los aspectos técnicos de nuestras ofertas.

Javier se levantó, cruzó una mirada nerviosa con Magdalena, y acompañó a los otros dos hasta el despacho. Al pasar por delante de Lucas, éste le hizo un gesto con los pulgares para darle ánimo. Luego de que entraran, Lucas se levantó y fue hacia la mesa de Magdalena.

— ¿Cómo lo ves? Un poco gilipollas el tío, ¿no?
— Sí, pero Armando reaccionó rápido y ha sido listo llamando a Javier. Es muy tranquilo y además se le da bien ganarse la confianza de la gente.
— ¡Y además le ha subido la categoría! Ahora es interventor, ja, ja. Me lo podía haber dicho a mí. Yo también podría haber informado bien.
— Tú estás muy nervioso, Lucas.
— Ya lo sé. Espero que a Javier no le dé la venada moralista. Hay que colocar las preferentes como sea.
— A ver si te das cuenta de que Javier sólo dice esas cosas cuando habla con nosotros. Con los clientes es totalmente profesional. Además, con lo que ha dicho ese viejo no me parece que vaya a tener escrúpulos con él.
— No, claro. Joder, qué nervios.… ¡Que no quiero irme otra vez al paro!
— Venga, tranquilo.

En el despacho, el anciano se había sentado en el cómodo sillón, pero sin repantigarse, dejando la espalda erguida y manteniéndose alerta. Armando se sentaba enfrente, tras su mesa, y Javier se mantenía de pie, pero algo apartado de la mesa, procurando que su presencia no resultase intimidatoria.

— Miren, me llamo Pablo César Ordieres —dijo el recién llegado—. Tengo 72 años y, bueno, toy jubilao.
— Pues estupendo, a eso aspiramos todos, a llegar a jubilarnos y estar bien —dijo Javier sonriendo.
— Toy bien, toy bien. Nun me puedo quejar. Bueno, pues yo tenía un pisín guapo y tal, que lo había comprao pa la mi fía. Pero luego ella marchose a trabayar a Granada y quedose allí. Y entós vendí el piso. Con lo que saqué compré otru, y volvilo a vender unos meses después, con mucha ganancia. Y como los pisos seguían subiendo, pues entós compre otru, volví a vendelu, compré otru, lo vendí, luego otru más y así unes cuantes veces en estos años. No paraben de subir los precios… ¡había que aprovechar! Bueno, pues a base de comprar y vender pisinos híceme con un capitalín bastante guapo. Vendí por última vez hace unos meses y qué quiés, ahora ya nun me fío de comprar otro pisu, porque ya no están subiendo, ahora incluso bajen y tó, así que buscaba meter el dinerín a plazo fijo. Y quería ver a ver qué me ofrecéis.

— ¿De cuánto dinero hablamos? —inquirió Armando con seriedad.
— De trescientos mil eurinos. Que no ye poco, ¿eh?
— No, no, eso son son casi… cincuenta millones —calculó Javier—. Enhorabuena. Espero ahorrar yo algún día tanto como eso.
— No fue fácil, ¿eh?
— Nooo, ya me lo imagino. Hay que dar mucho el callo para ganar eso —añadió Javier afablemente.
— Pues... está muy bien, sí. —intervino Armando—. Podríamos ofrecerle un plazo fijo, pero… visto que es usted una persona con mentalidad de negocio, una persona que sabe aprovechar las oportunidades, yo creo que podemos ofrecerle algo mejor.
— ¿Algo mejor? Bueno, ¿mejor en qué sentido?
— Pues que le dará un interés mucho más alto.
— ¡Ah, bueno! Pues venga. Es lo que yo quiero: dinerín. ¿Y cómo ye?

Armando vaciló un momento, dudando sobre cómo introducir el producto. Pero su incómodo silencio fue roto rápidamente por Javier.

— Tenemos una oferta muy muy buena que viene a ser como un depósito a plazo fijo… peroooo… sin plazo fijo.
— ¿Sin plazo?
— Eso es. Cuando usted mete el dinero, no hay una fecha fija en la que se lo devolvemos, sino que el depósito sigue ahí hasta que usted diga.
— ¿Hasta que yo diga? ¿Y cuánto tiempo pué ser?
— Lo que usted decida —confirmó Javier—. Tanto si es un año como si son… ¡veinte! Lo que usted decida.
— En el momento en que lo quiera sacar, nos lo dice —añadió Armando.
— ¡Ah, está bien...! ¿Y tó el tiempo que lo tenga estoy cobrando intereses?
— Claro. Y unos intereses muy altos —volvió a informar Javier, que se había hecho con la conversación.
— ¡Bueno! ¿Y cuál ye el interés esi tan alto?
— Pues para empezar, un cinco por ciento.
— ¡¡Un cinco por ciento!! ¡Pero eso ye muchísimo! ¿Ye un cinco de verdad?
— Sí, durante el primer año.
— ¿Sólo un año? ¿Y después?
— Después del primer año, el interés baja. Sigue siendo alto pero baja un poco.
— ¿Cuánto baja?
— Pues igual al dos o al tres o así.
— ¿No ye un interés marcao?
— No, depende del Euríbor.
— El Evíbor esi ye lo de les hipoteques, ¿no?
— Efectivamente.
— Bueno, no tá mal. El Evíbor ye jodido pagalo, pero si voy cobralo… Pero si yo quiero recuperar el dinero tras el primer año al cinco, ¿puedo?
— Eeeeh… sí, sí puede. Pero tiene una penalización.
— ¿Una penalización?
— Sí, pero es algo que tiene su lógica. Verá, esto se entiende como un activo finan… no, quiero decir un depósito… eso, un depósito para plazos grandes. ¡Por eso da un interés tan alto! Y si usted no mantiene el dinero un plazo amplio, entonces hay una penalización.
— Ya, claro, entiendo —dijo el anciano, con cara de no entender absolutamente nada.
— Si usted lo saca al cabo de sólo un año —continuó Javier— entonces tiene una penalización. Pero no tiene por qué tenerla. Para eso sólo tiene que dejar el dinero unos pocos años. Que el dinero va a estar seguro y además va a cobrar unos intereses muy buenos. Que después del primer año ya no va a ser el cinco, de acuerdo, ya ve que no le miento, pero el interés va a seguir estando muy bien.
— Bueno, pues parece que tá bien eso que dices. Por lo que me cuentes, pué ganase bastante dinerín. Que ye lo que yo quiero. Tú entiéndesme, ¿no?
— Claro que le entiendo. Ganar dinero es lo quiere todo el mundo, aunque diga lo contrario —volvió a intervenir Armando.
— Entonces, ¿hacemos el contrato? —preguntó Javier.
— ¿Un año al cinco por ciento? ¡Venga, a por ello! —contestó el señor.

El resto fue rápido. El señor Pablo César Ordieres les entregó su D.N.I y Javier fue con Magdalena para que ella preparara el contrato, al tiempo que Lucas le abría una cuenta al cliente. Mientras tanto éste se ponía en contacto con su oficina bancaria para hacer la transferencia del dinero.

— Pues aquí lo tiene. Trescientos mil euros. Un cinco por ciento el primer año, y a partir de ahí el Euríbor más el uno coma cinco —informó un sonriente Armando cuando todo estuvo listo, poniendo el contrato delante de don Pablo César y ofreciéndole su pluma.
— ¿Qué pone aquí? ¿Preferente? —preguntó el señor.
— Sí, “participación preferente” es el nombre técnico, pero ya le digo, viene a ser parecido a un plazo fijo, sólo que sin plazo —volvió a recalcar Javier.
— Gústame. Suena muy bien eso de “preferente”. Como “preferencia”, de estar por delante.
— Si quiere leer todo el contrato, le dejamos un tiempo para leerlo tranquilamente. Y si no entiende algo… — ofreció sibilinamente Javier.
— ¡No, fío! Todo esto no me lo voy a leer —respondió el anciano, tal como Javier esperaba—. Yo fíome de ti. Si el interés ye el que dices, yo firmo ya.

Y firmó. Media hora después, con la oficina ya cerrada al público, Armando se mostraba exultante:

— Chavales… ¡lo hemos conseguido! En la última hora del último día, pero lo logramos. Ja, ja, ja, trescientos mil euros, joder. Hemos cumplido el objetivo del trimestre, ¡y lo hemos superado con creces! Lucas, ya te puedo decir que te quedas. Y todos vamos a cobrar la prima. Javier, permíteme que te felicite expresamente. Yo en ese momento me quedé cortado, y tú solventaste la situación con maestría. ¡Qué manera de camelarte al viejo!
— Gracias, estoy contento, pero cada vez que tenemos un caso de estos... ¿tú crees que ese tío tiene la menor idea de qué es lo que ha comprado?
— Mira, que se joda —sentenció Lucas—. Con eso que me habéis dicho de que el tipo presumía de lo que había ganado especulando con pisos, hostia... ¡Por culpa de gente como esa estoy yo todavía viviendo con mis padres! Con las ganas que tengo de irme, caray.
— Un depósito a plazo… sin plazo. ¡Qué buena idea! ¿Cómo se te ocurrió? —quiso saber Armando.
— Pues no es la primera vez que lo utilizo. El tipo venía con la idea de un depósito a plazo, así que yo sólo disfracé el producto de algo parecido a lo que quería. Anda que cuando descubra que, como pone la letra pequeña del contrato, el interés sólo se cobra si la entidad alcanza determinado nivel de beneficios y que en caso contrario no se cobra nada… Y que por supuesto no es un depósito, sino un activo financiero, parecido a una acción pero sin voz ni voto en las Juntas… Y que él no puede devolvérnoslo, pero la Caja sí puede recomprárselo cuando quiera… Y que para recuperar su dinero lo que tiene que hacer es venderlo, como se venden las acciones en la bolsa… Y que el mercado para estos productos es muy poco líquido y costará un huevo que consiga venderlo… Y que la penalización que le dije no es tal, sino la diferencia entre la cotización de las preferentes en el mercado y el valor nominal que ha pagado… Y que esa diferencia, que ahora mismo debe andar por el veinte por ciento, no va a ir a menos con los años como le di a entender, sino que con esta crisis muy probablemente vaya a ir a más…
—¿Has terminado de largar? —preguntó Armando, aburrido.
— Sí, tenía que soltarlo.
— Pues yo también tengo algo que soltar. Y creo que nos os va a gustar. Aparte de felicitarte, quería deciros que ya he hablado con la Jefatura de Zona, informándoles de la operación. Nos han felicitado, pero también han dicho que el próximo trimestre nos suben los objetivos un veinte por ciento.
— ¡¡¿Qué?!! —se alarmó Magdalena.
— ¡¡Hombre, no me jodas!! —gritó Javier.
— La hostia… —dijo Lucas.
— Lo siento. No me han dado opción. Esos sí que son unos hijos de puta.
— Ya —dijo Magdalena—. Con la maldita crisis el grifo de la financiación internacional está cerrado, el mercado inmobiliario anda por los suelos y nos está generando unos agujeros contables tremendos, y la manera de conseguir dinero para taparlos es pidiéndoselo al Estado por un lado…
—…y trincándoselo a los incautos por el otro. ¡Pues yo ya estoy hasta las narices de engañar a la gente! ¿Por qué creéis que se fue Lorena? ¡Si no fuera por mis niños...! —vociferó Javier.
— ¡No empieces otra vez! —le espetó Armando—. Y no emplees esos términos de “trincar” y “engañar”, que al fin y al cabo tú trabajas aquí. Venga, vamos a celebrar todos que por esta vez lo hemos conseguido, y que Lucas se queda.
— ¡Ja, ja, ja! Vale, está bien, ya no me acordaba de eso. Enhorabuena, chaval.
— Gracias, Javier. Y gracias a todos. A mí también me jode lo del veinte por ciento, ¿eh? Pero bueno, sí, por lo menos voy a seguir trabajando.


Tres años y medio después, la Caja había sido rescatada con dinero público, se había fusionado con otras y reconvertido en un banco, y de resultas de su nuevo plan de reestructuración, la sucursal había sido cerrada. Magdalena, Javier y Lucas estaban el paro, Armando había vuelto a su franquicia, y don Pablo César Ordieres había perdido casi todo su dinero.

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