sábado, 13 de julio de 2013

Hoguera de campamento...

Ya estoy de vuelta. Qué bien se está de vacaciones. Últimamente no me prodigo mucho, pero espero solventar eso pronto. Estamos en verano, y me he decidido por un poema-cuento, o un cuento-poema. La idea era escribir algo digno de recitarse de noche, al aire libre, delante de un grupo de niños y adultos sentados, formando un corro, alrededor de una hoguera de campamento. A ver qué os parecen estos 200 dodecasílabos asonantes con cesura.

Imagen: por una vez, la foto es mía



LOS NIÑOS DE LA NIEBLA
(Balada de Trino y Enebro)

Con un vaso roto la historia comienza.
Un vaso que rompe por simple torpeza
un niño de ocho años que se llama Esteban.
Como reprimenda, su padre le pega
cuatro bofetadas con la mano abierta.
Después, con un grito, su madre le ordena
que se vaya al bosque para traer leña
pues aunque es verano, en la solariega
casa que alquilaron, sita en la ladera
de un boscoso monte, cerca de una aldea,
hay algunas noches en que el frío aprieta.
El niño obedece, recoge una cesta
y, muy compungido, sale por la puerta.
Sus padres le pegan con mucha frecuencia
y, mientras camina, el pequeño piensa
que no está seguro de que ellos le quieran.
- “Era sólo un vaso, un vaso cualquiera”,
se dice a sí mismo lleno de impotencia.
Absorto en su amarga y muda tristeza
no mira hacia dónde le llevan sus huellas,
da pasos sin rumbo entre la arboleda
recogiendo ramas que arroja en la cesta.
Al cabo de un rato, cansado, se sienta
y entonces se alarma, porque se da cuenta
de que se ha perdido. No tiene ni idea
de por dónde ha ido ni dónde se encuentra.

Sabe que si tarda le espera una buena,
y empieza a llorar, cuando por sorpresa,
una voz que dice, infantil y tierna:
- “¿Quieres ser mi amigo?”, a su espalda suena.
Esteban se asusta, y se da la vuelta.
Subido en el árbol que se halla más cerca
hay un niño extraño que alegre le observa.
Su cabello es verde, y su ropa es negra.
Esteban pregunta, con cierta cautela,
mientras con la manga sus lágrimas seca:
- “Hola, ¿tú quién eres?”; y el niño contesta:
- “Yo me llamo Trino, y tú eres Esteban”.
- “¿Cómo sabes eso?”. Trino se descuelga
del árbol de un brinco, se acerca a su vera
y entonces responde: - “Por esa cadena
que llevas al cuello, con tu nombre en ella”.
- “¿Y desde tan lejos podías leerla?.
No puedo creerlo. ¡Qué vista  más buena!”.
- “¿Estabas llorando?”, Trino se interesa.
- “Es que me he perdido”, Esteban confiesa.
- “Pues no tengas miedo. ¡Estas son mis tierras!
Me sé de memoria caminos y sendas.
Te llevaré a casa, pero antes... ¡espera!
Muy cerca hay un lago, y también hay cuevas.
Si vienes conmigo, te llevaré a verlas”.
Con una sonrisa, Esteban acepta
y siguiendo a Trino por una vereda
se interna en el bosque, dejando la cesta.
Trino es muy gracioso, y pronto congenian.
Los dos se persiguen entre la floresta
y chillan y corren y ríen y juegan.

Llegados al lago que Trino dijera,
ambos se despojan de sus vestimentas
y nadan desnudos en las aguas quietas.
Después de nadar, se echan en la hierba
permitiendo al sol dejar su piel seca.
Hay rasgos de Trino que a Esteban le inquietan:
que manchas mohosas recubren sus piernas,
que tiene en el pecho verdosos eccemas,
que son puntiagudas sus grandes orejas
y que el pelo verde que hay en su cabeza
más parece musgo que allí le creciera.
Pero no parece que nada le duela,
es un niño alegre de risa sincera,
nada como un pez, y es un gran atleta:
trepa por los árboles con gran ligereza,
se baja de un salto, y da volteretas.
Esteban lo pasa muy mal en la escuela
pues sus compañeros jamás le dan tregua:
es blanco de burlas, pelele en peleas
y nunca ha tenido amigos de veras.
Así que decide obviar las rarezas
y seguir con Trino, pues puede que fuera
el mejor amigo que jamás tuviera.

Luego de vestirse, Trino lleva a Esteban
cerca de la cima, donde están las cuevas.
Juegan a esconderse, y después se esmeran
en proferir voces que el gran eco aumenta.
Allí, medio oculta, hay una escalera
tallada en la roca. Ascienden por ella
y tras deslizarse por un par de grietas
alcanzan un claro entre grandes peñas.
Trino alza su brazo y toca una piedra,
hace un gesto extraño, luego canturrea
y en la misma roca, Esteban contempla
por arte de magia, abrirse una puerta.

Una hora más tarde, el niño despierta.
Está bajo un sauce, echado en la hierba
y a sus pies se halla la cesta de leña
repleta de ramas de las que no acierta
a recordar cuándo pudo recogerlas.
Se acuerda de Trino, pero sólo alberga
una impresión vaga de lo que ocurriera.
- “Tal vez lo he soñado”, dice con tristeza.
Entonces advierte que el pueblo está cerca
y, rápidamente, vuelve a la carrera
a la casa donde sus padres le esperan
bastante enfadados, como ya previera. 

Esa noche es clara, y en la luna llena
un presagio oscuro se instala en la aldea.
Nadie se emborracha hoy en la taberna.
Todos sienten miedo, y todos se encierran.
Cuando dan las doce, una bruma espesa
desciende del monte y al pueblo rodea.
Dentro de las casas, los ancianos tiemblan
pues ellos conocen las viejas leyendas.
Algo más arriba, en la solariega
casa de montaña, Esteban se queja.
Han vuelto a pegarle después de la cena
por haber tardado tanto con la leña:
nueve latigazos con una correa
en la piel desnuda de nalgas y piernas.
Echado en la cama, triste se lamenta
cuando de repente, un ruido le llega
desde la ventana. Esteban bosteza,
se levanta a ver, y atónito observa
a su amigo Trino flotando en la niebla
que con sus nudillos el cristal golpea.

Fascinado y mudo, Esteban se acerca
y abre la ventana. Trino ríe, entra,
le da un fuerte abrazo, y luego le cuenta:
- “¡Gracias! Buenas noches, mi querido Esteban.
Hay algo importante que quiero que sepas.
Mi corazón hace ya tiempo que anhela
tener un amigo, alguien que pudiera
compartir mis juegos, y ser mi colega.
No sé si conoces las historias viejas
de duendes del bosque que a veces se cuentan.
Pues yo soy un niño de esa raza añeja
y en estos parajes mi madre gobierna.
Hoy, tras conocerte, me ha dicho que acepta
transformarte en duende si así lo deseas.
Podrás hacer magia, volar en la niebla,
hablar con los plantas, hablar con las fieras
y otras maravillas que tal vez no creas.
Pero existe un precio para esa propuesta
y es que deberás olvidar quién eras”.
Esteban no sabe qué hacer y se queda
inmóvil un rato, al tiempo que piensa
en cómo se burlan de él en la escuela,
y en sus propios padres, que siempre le pegan.
No hay nada en su vida que valga la pena,
ni amigos que el nombre de amigo merezcan.

Cuando esa mañana, sus padres despiertan
y van a su cuarto, allí sólo encuentran
la cama vacía, la ventana abierta
y en el suelo restos de musgo y de tierra.
Le llaman a gritos: “¡Esteban! ¡Esteban!
pero nadie viene, y nadie contesta.
La búsqueda dura semanas enteras.
Cientos de personas toman parte en ella.
Buscan en el bosque, buscan en las cuevas,
se emplean aviones, técnicas modernas
y perros expertos que todo rastrean.
Algunos descubren aquella escalera
que parece parte de una antigua senda
y llegan incluso al claro entre piedras,
pero allí no hay trazas de ninguna puerta
pues sólo la magia hará que aparezca.
Nada se consigue, nada se demuestra,
no se encuentran rastros, ni pruebas ni huellas
y, sin resultados, al fin se cancela
la búsqueda, mientras los padres de Esteban
lloran, desfallecen y se desesperan.
Desde ese momento y hasta que se mueran
vivirán su vida como una condena
añorando al hijo que un día perdieran.

Todo se halla en calma bajo las estrellas
cuando vuelve a abrirse la mágica puerta
y Trino y su madre se asoman por ella
seguidos del niño que ya no es Esteban.
Su nombre es Enebro, y ya no recuerda
que tenía padres y que iba a la escuela.
Con su amigo Trino nada, corre y juega,
y es, como su amigo, un ser de leyenda,
un duende del bosque que flota en la niebla,
y su pelo es verde, y su ropa es negra.

Amables lectores de este gris poema,
dejad que este humilde cronista os advierta
que si tenéis niños, esa dulce y buena
bendición de risas y manos traviesas,
no los maltratéis, no sea que quieran
hacer como hizo el pequeño Esteban.
Y si vais un día por aquellas tierras
y veis que en la noche, una bruma espesa
sobre vuestra casa se cierne siniestra
id al cuarto donde vuestros hijos duerman
y abrazadlos fuerte para que comprendan
que los amáis más que a nada en la Tierra.
Pues si no lo hacéis puede que suceda
que vuestros retoños, si ya no os aprecian
se marchen con Trino y Enebro en la niebla,
que luego os olviden, y que nunca vuelvan.

domingo, 23 de junio de 2013

Cada uno busca lo suyo...

Pues vamos con un relato inspirado en un tema candente. Este no es humorístico, advierto, aunque en algún momento pueda parecerlo.



JUBILADO A LA VISTA

Era miércoles, 30 de septiembre del año 2009. Último día del mes, y del trimestre. El verano había acabado, pero el otoño no parecía decidirse a comenzar, en el cielo se alternaban nubes y claros, y por la calle se veía a gente ataviada tanto con ropa de invierno como de verano. En aquella sucursal de una de tantas Cajas de Ahorros, sin embargo, los empleados sudaban como si estuvieran bajo el sol de agosto. Y el motivo no era que estuviesen agobiados de trabajo.

El lunes sí que había sido movido, como solían serlo los lunes de la última semana del mes, cuando la oficina se llenaba de jubilados que iban a sacar el dinero recién cobrado de su pensión, y de trabajadores que hacían lo propio con su nómina. “Somos animales de costumbres”, había sentenciado Magdalena, la Interventora, refiriéndose al hecho de que la gente de por allí prefiriera los lunes para ir a retirar fondos. El martes habían acudido los que no habían ido el lunes. Pero el miércoles no estaba yendo nadie, y la excesiva tranquilidad les estaba exasperando. Tras ver marcharse a un tipo gordo y quedarse la sucursal nuevamente vacía de clientes, el director salió de su despacho y gritó, sin dirigirse a nadie en concreto:

— ¡¡¿A qué entró ese último?!!
— A cambiar, Armando. Un billete de 20 en monedas de uno y dos euros —respondió Javier, que era quien lo había atendido.
— ¡Joder! ¡Me cago en su puta cabeza! Odio a los que piden cambio. Venga, hostia, venga. ¡Recordad que sólo necesitamos a uno!

Desde su mesa, Magdalena contempló cómo Armando, hecho una furia, volvía a entrar en su despacho. No le caía bien. A ella le había costado mucho tiempo y esfuerzo, y superar unas pruebas de aptitud, el alcanzar la categoría de Interventora. Y le fastidiaba que para el puesto de Director se contratase a gente de fuera de la Caja, sin pruebas de ningún tipo. Pero esa era ahora la norma, sobre todo en las oficinas de la red de expansión como aquella. Se contrataba a gente con experiencia comercial, aunque no tuviesen ni idea del negocio bancario. Y, sobre todo, se contrataba a gente que gracias a su anterior actividad dispusiese de una red de contactos en la zona, de forma que al contratarlos pudieran aportar rápidamente nuevos clientes. Ese había sido el caso de Armando, que regentaba una franquicia de aparatos electrónicos y audiovisuales de alta gama, y presumía de conocer a muchas personalidades, que habían sido clientes suyos y a los que había vendido televisores y equipos de música de “alto standing”. En realidad era un fanfarrón que no conocía a casi nadie. Vestía bien, eso sí, tenía presencia, y era un hábil negociador… cuando se ponía a ello, que no era muy a menudo. Por lo demás, era un ignorante y un absoluto vago, y todo el trabajo de la oficina lo gestionaba Magdalena, incluyendo la mayor parte de las ocupaciones que, por su cargo, le hubieran correspondido a él. Armando se limitaba a encerrarse en su despacho a navegar por Internet y hablar por teléfono, a atender a “los clientes importantes” (con el asesoramiento de Magdalena para los aspectos técnicos de los contratos, por supuesto) y a salir de vez en cuando a pegar unos cuantos gritos sazonados de tacos para “motivarles”, especialmente cuando le tocaba transmitir al personal las exigencias y objetivos que la Jefatura de Zona había fijado para la oficina.

Los objetivos. Los malditos objetivos. Ésa era la razón del nerviosismo y los sudores de aquel día. Les faltaba “colocar” treinta mil euros en participaciones preferentes (sin duda el producto estrella de esa temporada) para alcanzar el objetivo del trimestre, y, según hacían camino las manecillas del reloj redondo que presidía la pared del fondo, cada vez parecía menos probable conseguirlo. No cumplir el objetivo, aunque fuera por tan poco, significaría para todos la pérdida de la suculenta prima que suponía un porcentaje elevado del sueldo mensual. Para Armando incluso podía suponer la pérdida de su empleo, de hecho esa solía ser la amenaza que recibían los directores. En realidad, y dado que sería la primera vez que no alcanzaran los objetivos fijados, y que además no lo harían por muy poco, Magdalena no creía que fueran a despedirle, aunque seguramente le darían un toque, que él a su vez les transmitiría a ellos multiplicado por diez.

Quien probablemente sí se iría el paro sería Lucas, el nuevo, que sólo llevaba estos tres meses en la oficina, en período de prueba. Hacer el período de prueba en una oficina que no cubría objetivos era sinónimo seguro de no renovación del contrato, aunque la culpa no fuese suya. Lucas tenía 27 años y este era sólo su segundo trabajo. Había sido contratado urgentemente a través de una E.T.T. después de que Lorena, su antecesora, se cambiara de trabajo por sorpresa. Lucas era Licenciado en Económicas, y como suele ocurrir con los licenciados jóvenes, tenía muchos conocimientos teóricos pero muy poco espíritu práctico. Había congeniado bastante con Armando, que le trataba casi como a un discípulo.

Luego estaba Javier, el veterano, que llevaba diez años en el mismo puesto, y como él decía, las había “visto de todos los colores”. Era una persona afable y su mayor preocupación eran sus niños, a los que adoraba y de los que hablaba siempre que tenía ocasión. No le importaban los ascensos ni las oportunidades, sino estar tranquilo y a gusto. Desde su juventud y ambición, tanto Armando como Lucas le contemplaban con cierto desprecio, y no se daban cuenta de que era el principal activo de la oficina, por la confianza que inspiraba y el trato cercano y amable que prodigaba a los clientes, a todos los clientes, independientemente del volumen de negocio que supusieran para la entidad. Y es que si era importante captar clientes, también lo era fidelizarlos, y en eso la simpatía de Javier resultaba fundamental, aunque el director no se diera mucha cuenta. Javier trabajaba como el que más y se esforzaba en cumplir los objetivos, pero no se callaba su opinión y más de una vez había manifestado reparos morales a los productos que la Caja les obligaba a vender, lo cual Armando consideraba insufrible, acusándole de “no estar implicado” con la empresa, de “no sentirse identificado” con la misma. Tales aseveraciones, empero, sólo conseguían que Javier se riera con estentóreas carcajadas, exasperando aún más al irascible director. Magdalena solía mantenerse al margen en esas discusiones aunque, en el fondo, pensaba lo mismo que Javier. Pero no decía nada. Lo que sí hacía era defender a Javier en los informes confidenciales sobre el personal que los Servicios Centrales le solicitaban periódicamente, algo de lo que Armando no tenía ni idea, pues pensaba que sólo le pedían informes a él. Magdalena estaba segura de que si Javier seguía en su puesto, era gracias a ella.

La mañana siguió avanzando, sin casi clientes. Armando se movía por el despacho como un león enjaulado y los demás, especialmente Lucas, no estaban mucho mejor de los nervios. De repente, cuando el reloj marcaba ya la una y diez, Armando se asomó un momento por la puerta del despacho y advirtió:
— ¡Eh, eh, atención, que veo un jubilado que viene hacia aquí!

Todos miraron hacia el ventanal y la puerta acristalada. Efectivamente, un hombre delgado y de edad avanzada estaba cruzando la calle en dirección a la oficina. Llevaba un bastón en la mano derecha, pero no parecía necesitarlo pues caminaba con bastante agilidad. Alcanzó la acera, miró hacia la sucursal, estudió un momento los carteles anunciadores, y dirigió sus pasos hacia la puerta.

— ¡Va a entrar! ¡Va a entrar! —exclamó Lucas en voz baja.
— ¡Todos! Poned cara seria y haced como que trabajáis mucho — sugirió Magdalena.
— Que nos la jugamos, ¿eh? — recordó Armando.

El señor entró, y se encontró con un silencio sepulcral. Aparentemente concentrados en sus tareas, nadie levantó la vista para mirarle. En la puerta de su despacho, Armando fingía estudiar unos papeles mientras dudaba sobre si debía salir a saludarle directamente o no. El caballero miró a un lado y a otro y dijo en voz alta:

— Buenos días, ¿quién me puede atender?
— Buenos días, señor, cualquiera le atenderá perfectamente —respondió Javier desde su sitio.— ¿Qué es lo que desea?
— Lo que deseo ye… ganar dinero —dijo el hombre, golpeando el suelo tres veces con su bastón, para recalcar su afirmación.

Desplegando una amplia sonrisa, Armando salió de su despacho y avanzó hacia el anciano extendiendo el brazo.

— ¡Ah! Muy bien, me parece estupendo —dijo, estrechándole la mano al recién llegado—. Pues entonces lo mejor es que se siente con nuestra interventora, la señorita Magdalena, que le comentará...
— No, no, no —le interrumpió el hombre con voz firme—. Yo no quiero hablar con una muyer. Yo quiero que me atienda un paisano. El que mande.

Armando se quedó un momento parado. Magdalena era la más experta, pero el cliente parecía ser un machista redomado y la contemplaba con desconfianza. Así que optó por una solución que no le gustaba, pero que era la mejor dadas las circunstancias:

— De acuerdo, entonces venga usted a mi despacho. Me presento, me llamo Armando Gutiérrez y soy el director de la oficina. Javier, ¿puedes venir con nosotros? Sí, este es Javier, que es… también interventor, y conoce muy bien los aspectos técnicos de nuestras ofertas.

Javier se levantó, cruzó una mirada nerviosa con Magdalena, y acompañó a los otros dos hasta el despacho. Al pasar por delante de Lucas, éste le hizo un gesto con los pulgares para darle ánimo. Luego de que entraran, Lucas se levantó y fue hacia la mesa de Magdalena.

— ¿Cómo lo ves? Un poco gilipollas el tío, ¿no?
— Sí, pero Armando reaccionó rápido y ha sido listo llamando a Javier. Es muy tranquilo y además se le da bien ganarse la confianza de la gente.
— ¡Y además le ha subido la categoría! Ahora es interventor, ja, ja. Me lo podía haber dicho a mí. Yo también podría haber informado bien.
— Tú estás muy nervioso, Lucas.
— Ya lo sé. Espero que a Javier no le dé la venada moralista. Hay que colocar las preferentes como sea.
— A ver si te das cuenta de que Javier sólo dice esas cosas cuando habla con nosotros. Con los clientes es totalmente profesional. Además, con lo que ha dicho ese viejo no me parece que vaya a tener escrúpulos con él.
— No, claro. Joder, qué nervios.… ¡Que no quiero irme otra vez al paro!
— Venga, tranquilo.

En el despacho, el anciano se había sentado en el cómodo sillón, pero sin repantigarse, dejando la espalda erguida y manteniéndose alerta. Armando se sentaba enfrente, tras su mesa, y Javier se mantenía de pie, pero algo apartado de la mesa, procurando que su presencia no resultase intimidatoria.

— Miren, me llamo Pablo César Ordieres —dijo el recién llegado—. Tengo 72 años y, bueno, toy jubilao.
— Pues estupendo, a eso aspiramos todos, a llegar a jubilarnos y estar bien —dijo Javier sonriendo.
— Toy bien, toy bien. Nun me puedo quejar. Bueno, pues yo tenía un pisín guapo y tal, que lo había comprao pa la mi fía. Pero luego ella marchose a trabayar a Granada y quedose allí. Y entós vendí el piso. Con lo que saqué compré otru, y volvilo a vender unos meses después, con mucha ganancia. Y como los pisos seguían subiendo, pues entós compre otru, volví a vendelu, compré otru, lo vendí, luego otru más y así unes cuantes veces en estos años. No paraben de subir los precios… ¡había que aprovechar! Bueno, pues a base de comprar y vender pisinos híceme con un capitalín bastante guapo. Vendí por última vez hace unos meses y qué quiés, ahora ya nun me fío de comprar otro pisu, porque ya no están subiendo, ahora incluso bajen y tó, así que buscaba meter el dinerín a plazo fijo. Y quería ver a ver qué me ofrecéis.

— ¿De cuánto dinero hablamos? —inquirió Armando con seriedad.
— De trescientos mil eurinos. Que no ye poco, ¿eh?
— No, no, eso son son casi… cincuenta millones —calculó Javier—. Enhorabuena. Espero ahorrar yo algún día tanto como eso.
— No fue fácil, ¿eh?
— Nooo, ya me lo imagino. Hay que dar mucho el callo para ganar eso —añadió Javier afablemente.
— Pues... está muy bien, sí. —intervino Armando—. Podríamos ofrecerle un plazo fijo, pero… visto que es usted una persona con mentalidad de negocio, una persona que sabe aprovechar las oportunidades, yo creo que podemos ofrecerle algo mejor.
— ¿Algo mejor? Bueno, ¿mejor en qué sentido?
— Pues que le dará un interés mucho más alto.
— ¡Ah, bueno! Pues venga. Es lo que yo quiero: dinerín. ¿Y cómo ye?

Armando vaciló un momento, dudando sobre cómo introducir el producto. Pero su incómodo silencio fue roto rápidamente por Javier.

— Tenemos una oferta muy muy buena que viene a ser como un depósito a plazo fijo… peroooo… sin plazo fijo.
— ¿Sin plazo?
— Eso es. Cuando usted mete el dinero, no hay una fecha fija en la que se lo devolvemos, sino que el depósito sigue ahí hasta que usted diga.
— ¿Hasta que yo diga? ¿Y cuánto tiempo pué ser?
— Lo que usted decida —confirmó Javier—. Tanto si es un año como si son… ¡veinte! Lo que usted decida.
— En el momento en que lo quiera sacar, nos lo dice —añadió Armando.
— ¡Ah, está bien...! ¿Y tó el tiempo que lo tenga estoy cobrando intereses?
— Claro. Y unos intereses muy altos —volvió a informar Javier, que se había hecho con la conversación.
— ¡Bueno! ¿Y cuál ye el interés esi tan alto?
— Pues para empezar, un cinco por ciento.
— ¡¡Un cinco por ciento!! ¡Pero eso ye muchísimo! ¿Ye un cinco de verdad?
— Sí, durante el primer año.
— ¿Sólo un año? ¿Y después?
— Después del primer año, el interés baja. Sigue siendo alto pero baja un poco.
— ¿Cuánto baja?
— Pues igual al dos o al tres o así.
— ¿No ye un interés marcao?
— No, depende del Euríbor.
— El Evíbor esi ye lo de les hipoteques, ¿no?
— Efectivamente.
— Bueno, no tá mal. El Evíbor ye jodido pagalo, pero si voy cobralo… Pero si yo quiero recuperar el dinero tras el primer año al cinco, ¿puedo?
— Eeeeh… sí, sí puede. Pero tiene una penalización.
— ¿Una penalización?
— Sí, pero es algo que tiene su lógica. Verá, esto se entiende como un activo finan… no, quiero decir un depósito… eso, un depósito para plazos grandes. ¡Por eso da un interés tan alto! Y si usted no mantiene el dinero un plazo amplio, entonces hay una penalización.
— Ya, claro, entiendo —dijo el anciano, con cara de no entender absolutamente nada.
— Si usted lo saca al cabo de sólo un año —continuó Javier— entonces tiene una penalización. Pero no tiene por qué tenerla. Para eso sólo tiene que dejar el dinero unos pocos años. Que el dinero va a estar seguro y además va a cobrar unos intereses muy buenos. Que después del primer año ya no va a ser el cinco, de acuerdo, ya ve que no le miento, pero el interés va a seguir estando muy bien.
— Bueno, pues parece que tá bien eso que dices. Por lo que me cuentes, pué ganase bastante dinerín. Que ye lo que yo quiero. Tú entiéndesme, ¿no?
— Claro que le entiendo. Ganar dinero es lo quiere todo el mundo, aunque diga lo contrario —volvió a intervenir Armando.
— Entonces, ¿hacemos el contrato? —preguntó Javier.
— ¿Un año al cinco por ciento? ¡Venga, a por ello! —contestó el señor.

El resto fue rápido. El señor Pablo César Ordieres les entregó su D.N.I y Javier fue con Magdalena para que ella preparara el contrato, al tiempo que Lucas le abría una cuenta al cliente. Mientras tanto éste se ponía en contacto con su oficina bancaria para hacer la transferencia del dinero.

— Pues aquí lo tiene. Trescientos mil euros. Un cinco por ciento el primer año, y a partir de ahí el Euríbor más el uno coma cinco —informó un sonriente Armando cuando todo estuvo listo, poniendo el contrato delante de don Pablo César y ofreciéndole su pluma.
— ¿Qué pone aquí? ¿Preferente? —preguntó el señor.
— Sí, “participación preferente” es el nombre técnico, pero ya le digo, viene a ser parecido a un plazo fijo, sólo que sin plazo —volvió a recalcar Javier.
— Gústame. Suena muy bien eso de “preferente”. Como “preferencia”, de estar por delante.
— Si quiere leer todo el contrato, le dejamos un tiempo para leerlo tranquilamente. Y si no entiende algo… — ofreció sibilinamente Javier.
— ¡No, fío! Todo esto no me lo voy a leer —respondió el anciano, tal como Javier esperaba—. Yo fíome de ti. Si el interés ye el que dices, yo firmo ya.

Y firmó. Media hora después, con la oficina ya cerrada al público, Armando se mostraba exultante:

— Chavales… ¡lo hemos conseguido! En la última hora del último día, pero lo logramos. Ja, ja, ja, trescientos mil euros, joder. Hemos cumplido el objetivo del trimestre, ¡y lo hemos superado con creces! Lucas, ya te puedo decir que te quedas. Y todos vamos a cobrar la prima. Javier, permíteme que te felicite expresamente. Yo en ese momento me quedé cortado, y tú solventaste la situación con maestría. ¡Qué manera de camelarte al viejo!
— Gracias, estoy contento, pero cada vez que tenemos un caso de estos... ¿tú crees que ese tío tiene la menor idea de qué es lo que ha comprado?
— Mira, que se joda —sentenció Lucas—. Con eso que me habéis dicho de que el tipo presumía de lo que había ganado especulando con pisos, hostia... ¡Por culpa de gente como esa estoy yo todavía viviendo con mis padres! Con las ganas que tengo de irme, caray.
— Un depósito a plazo… sin plazo. ¡Qué buena idea! ¿Cómo se te ocurrió? —quiso saber Armando.
— Pues no es la primera vez que lo utilizo. El tipo venía con la idea de un depósito a plazo, así que yo sólo disfracé el producto de algo parecido a lo que quería. Anda que cuando descubra que, como pone la letra pequeña del contrato, el interés sólo se cobra si la entidad alcanza determinado nivel de beneficios y que en caso contrario no se cobra nada… Y que por supuesto no es un depósito, sino un activo financiero, parecido a una acción pero sin voz ni voto en las Juntas… Y que él no puede devolvérnoslo, pero la Caja sí puede recomprárselo cuando quiera… Y que para recuperar su dinero lo que tiene que hacer es venderlo, como se venden las acciones en la bolsa… Y que el mercado para estos productos es muy poco líquido y costará un huevo que consiga venderlo… Y que la penalización que le dije no es tal, sino la diferencia entre la cotización de las preferentes en el mercado y el valor nominal que ha pagado… Y que esa diferencia, que ahora mismo debe andar por el veinte por ciento, no va a ir a menos con los años como le di a entender, sino que con esta crisis muy probablemente vaya a ir a más…
—¿Has terminado de largar? —preguntó Armando, aburrido.
— Sí, tenía que soltarlo.
— Pues yo también tengo algo que soltar. Y creo que nos os va a gustar. Aparte de felicitarte, quería deciros que ya he hablado con la Jefatura de Zona, informándoles de la operación. Nos han felicitado, pero también han dicho que el próximo trimestre nos suben los objetivos un veinte por ciento.
— ¡¡¿Qué?!! —se alarmó Magdalena.
— ¡¡Hombre, no me jodas!! —gritó Javier.
— La hostia… —dijo Lucas.
— Lo siento. No me han dado opción. Esos sí que son unos hijos de puta.
— Ya —dijo Magdalena—. Con la maldita crisis el grifo de la financiación internacional está cerrado, el mercado inmobiliario anda por los suelos y nos está generando unos agujeros contables tremendos, y la manera de conseguir dinero para taparlos es pidiéndoselo al Estado por un lado…
—…y trincándoselo a los incautos por el otro. ¡Pues yo ya estoy hasta las narices de engañar a la gente! ¿Por qué creéis que se fue Lorena? ¡Si no fuera por mis niños...! —vociferó Javier.
— ¡No empieces otra vez! —le espetó Armando—. Y no emplees esos términos de “trincar” y “engañar”, que al fin y al cabo tú trabajas aquí. Venga, vamos a celebrar todos que por esta vez lo hemos conseguido, y que Lucas se queda.
— ¡Ja, ja, ja! Vale, está bien, ya no me acordaba de eso. Enhorabuena, chaval.
— Gracias, Javier. Y gracias a todos. A mí también me jode lo del veinte por ciento, ¿eh? Pero bueno, sí, por lo menos voy a seguir trabajando.


Tres años y medio después, la Caja había sido rescatada con dinero público, se había fusionado con otras y reconvertido en un banco, y de resultas de su nuevo plan de reestructuración, la sucursal había sido cerrada. Magdalena, Javier y Lucas estaban el paro, Armando había vuelto a su franquicia, y don Pablo César Ordieres había perdido casi todo su dinero.

lunes, 10 de junio de 2013

Pues no sé...

...qué comentar de este poema. Se me ocurrió hace tiempo, escribiendo un día por la noche, y siempre me ha dejado algo intrigado. Aunque es cierto, hay algunas noches que todo resulta claro y evidente al pensamiento, pero cuando te parece que estás a punto de alumbrar algo trascendente...

Imagen: J.A.V.I.


ATISBOS NOCTURNOS

En las noches como esta el corazón
ignora sin más las pulsiones hueras
y alcanza a revelar las más certeras
que el mundo oculta en su caparazón.

En las noches como esta la razón
logra encontrar sentido a las quimeras,
desdibujar del orden las fronteras
y descubrir del caos el armazón.

Pero el demiurgo es cauto y reservado,
y que atisben sus fallos no consiente.
Por eso, un sueño alegre y confiado

brota en lo más profundo de tu mente
y, sin saber que has sido castigado,
te rindes a él feliz e indiferente.

sábado, 1 de junio de 2013

Un soneto de amor, tomando...

...a Quevedo como su inspiración, aunque sin pretender en ningún momento alcanzar su cota de genialidad. Que os guste.

Imagen: Carlos Becerra


SOLIDIFICACIÓN

Hoy somos dos volcanes que erupcionan
confundiendo sus ígneas corrientes,
así nuestros cuerpos y nuestras mentes
en una lava ardiente se fusionan.

Pero estos dos fuegos que colisionan,
estos sentimientos incandescentes
gradualmente se harán menos calientes.
La física y el tiempo no perdonan.

Mas al llegar el frío duradero
en que la última llama se sofoca,
yo seguiré diciendo que te quiero

con el postrero aliento de mi boca.
Nuestro legado es imperecedero
pues muertos, nuestro amor será una roca.

lunes, 27 de mayo de 2013

La atención al cliente...

Bueno, aquí tenéis un pequeño y simple relato humorístico que escribí hace algunos años. No es gran cosa, pero espero que os divierta. Pero advierto que no tiene un final feliz.

Imagen: Love My Tours



SAL DE FRUTAS

Odiaba las comidas de negocios. Y ésta había sido la peor que recordaba. Pero el cliente era un apasionado de la comida mexicana, y se había empeñado en elegir el restaurante y el menú. Picante. Todo picante. Y grasiento. Y en cantidad. Y ahora, claro, sufría las consecuencias en forma de ardor de estómago. Intentó concentrarse en los puntos principales del acuerdo al que habían llegado, con vistas a preparar el informe para el Director Comercial. Imposible. Parecía que sus tripas fueran escenario de un conflicto bélico. Se sentó en la cama y descolgó el teléfono.

 ¿Servicio de habitaciones? Aquí la 384. ¿Me pueden subir un poco de sal de frutas, si no es mucha molestia?
 Bueno, si no es mucha molestia se la subiremos contestó la chica.

Esperó un momento antes de contestar “gracias” y colgar. Vaya respuesta más rara, pensó. De hecho, el hotel entero era bastante raro. Como en las películas americanas, había una Biblia en la mesilla de noche. Pero también había un Corán, un Mahabharata, dos tebeos de Mortadelo, tres números de Playboy y un ejemplar de la Crítica de la Razón Pura. Caray, una mini-biblioteca para clientela variada, se dijo divertido. Se recostó encogiéndose en la cama, presa de un nuevo arrebato gástrico. Enseguida llamaron a la puerta.

 ¿Da usted su permiso?
 Adelante, adelante…

La puerta se abrió y entró un joven desgarbado, despeinado, sin uniforme y con la bragueta abierta, que portaba en la mano izquierda algo envuelto en papel de aluminio.

 Le traigo el bocadillo de guindillas que pidió. Se lo dejo aquí, ¿eh? Hasta luego.
 ¿Qué?

Pero el joven ya se había ido, dejando su presente encima de la mesilla que había al lado de la puerta de la habitación. Se acercó y lo desenvolvió ligeramente, sólo para ver que efectivamente era lo que había dicho el "botones". Lo cerró inmediatamente. Sólo imaginarse comiendo eso hizo que una nueva tormenta se desatara en su interior. Se dirigió tambaleándose al baño, seguro de que iba a vomitar, pero se sobrepuso, volvió al lado de la cama y descolgó el teléfono.

 ¿Señorita? A ver, soy el de la 384. Les pedí que me trajeran un poco de sal de frutas... ¡y me han traído un bocadillo de guindillas! dijo remarcando la frase final.
 ¡Ah! ¡El bocadillo de guindillas lo tiene usted! ¡Felipeee! ¡El bocadillo! ¡Bocadillo! BO-CA-DI-LLO. Está en la 384. Tres-Ocho-Cuatro. ¡Muchas gracias, señor! ¡Qué amable por su parte!
 Oiga, ¿me van a traer…?

Pero la chica había colgado. Se quedó sentado, incrédulo, con el auricular en la mano. No tardó mucho en oírse de nuevo el "toc, toc" en la puerta.

 ¿Da usted su permiso?
 Pase…

Era el joven de antes. Por lo menos esta vez se había abrochado la bragueta.

 Holaaaa… Vengo a por el bocadillo de guindillas. Ah, aquí está. También, si no era para usted podía habérmelo dicho, ¿no?
 ¿Qué dice? ¡Pero si no me dio tiempo!
 Bueno, venga, nada, le perdono. Me voy, ¿eh?.
 ¡¿Que me perdona?! ¡¿Cómo que me perdona?! —intentó aducir, pero el “botones” ya salía por la puerta—. ¡¡Oiga!! gritó.

El joven se dio la vuelta.

 No se altere, hombre, que ya le he dicho yo que le perdono, que no pasa nada. Y por favor no me entretenga, que le tengo que llevar esto al señor —afirmó el "botones", agitando el bocadillo en la mano.
 ¿Y lo mío? ¿Cuándo me trae lo mío?

El chico se quedó pensativo.

 ¿Rodrigo? No, Rodrigo empieza el turno más tarde. Yo soy Felipe.
 Muy bien, Felipe. ¿Me va a traer lo que he pedido?
 Eeeeeeh… No sé si he entendido bien. ¿Usted ha pedido algo?
 Sí.
 ¿Y se lo ha pedido a la chica de abajo?
 ¡¡Sí!!
 Pues a lo mejor se me ha pasado. ¿Y qué era?

Aquello era demasiado. Además del estómago, donde seguía la lucha, le estaba empezando a doler la cabeza.
 Un poco de sal de frutas —dijo manteniendo a duras penas la calma.

El joven se quedó parado, como si no hubiera comprendido. Se había puesto serio.
 ¿Me lo puede repetir?

Sus manos se crisparon y estuvo en un tris de abalanzarse sobre el “botones”. Se contuvo, sin embargo,  y contestó:
 Quiero que me traiga un poco de sal de frutas, ¿no lo entiende?

El joven sonrió. Ahora parecía divertido.

 Ya. Y me quiere hacer creer que eso se lo había pedido a la chica de abajo.
 ¡Esto es el colmo!
 No, no, no se apure. Ya me encargo. Pero sepa que nosotros no estamos aquí para eso.

Y diciendo eso se marchó, dejándole con la palabra en la boca. Después de lo que pareció una eternidad llamaron a la puerta. Se apresuró a abrir. No quería volver a oír el "¿Da usted su permiso?". Pero no era el "botones". Era una mujer oronda e hipermaquillada, tan entrada en años como en carnes, que lucía un pelo grasiento y peinado en rastas, un escote de vértigo y una minifalda que de tan mini no era ni falda ni nada.

 Hola, "corasón".
 ¿Disculpe?
 ¿Esta no es la 384?
 Sí, pero…
 Pues relájate, cariño. Venga, nos desnudamos y hacemos lo que tú quieras.
 Yo no he requerido sus servicios.
 Vamos, mi amor, que lo vas a pasar bien dijo ella, echándole los brazos al cuello.
 ¡Yo no he requerido sus servicios!  exclamó apartándola. Ella le miró contrariada.
 Muy bien. Si quiere me voy, pero a mí la salida me la tiene que pagar.
— ¿La salida? ¡Ni que fuera un fontanero!
 Yo también desatasco tuberías, nene. Y ahora mismo me paga o aquí se va a armar la gorda.
 ¡Pues que le pague el que la llamó! Yo no la he llamado.

La mujer se fue echando pestes y él se quedó haciendo lo propio. Le ardía el estómago, le palpitaban las sienes, tenía todo el cuerpo en tensión y la ira se estaba transformando en cólera. Sonó el teléfono. Era el "botones".

 Bueno, ¿a usted qué le pasa? ¿Se arrepintió o qué?
 ¡¡¿Pero qué cojones me está contando?!!
 Mire, si los cojones le están picando, no es mi problema. Usted me dijo, palabra por palabra: "Quiero que me traiga a una de las prostitutas de ahí enfrente". Ahora le he tenido que dar treinta euros a Carola para que se fuera.
 ¡YO LE PEDÍ SAL DE FRUTAS! ¡¡¡SAL… DE… FRUTAS!!!
 Sal de frutas, Felipe —se oyó la voz de la chica. Este es de la sal de frutas. Ya te dije yo que te habías equivocado.
 ¡Aaaaaah! ¡Así que usted era el de la sal de frutas! Vaaaale, todo aclarado. Claro, frutas... es fácil confundirse. Ya entiendo. Je, tiene gracia y todo. Ahora mismo se lo subo —afirmó el chico, y colgó.

Pasaron dos minutos. Toc, toc.

 ¿Da usted su permiso?
 Me cago en tu pu… ¡¡Adelante!!

El joven entró, todo sonriente. En la mano llevaba tres sobres de sal de frutas.

 Aquí tiene y perdone, ¿eh? Una confusión la tiene cualquiera.
 Muy bien. Váyase.
 ¿Quiere alguna otra cosa?
 ¡Déjeme en paz! ¡Y vaya al otorrino!
 ¡Gorrino lo será su padre! ¡Desagradecido! Encima que nos desvivimos por darle un buen servicio.

El “botones” se fue dando un portazo. El desesperado cliente se sentó un momento en la cama y respiró hondo. Podía haber pedido una aspirina, pensó. No, mejor no correr riesgos. Ya había tenido bastante por un día. Empezaba  a calmarse. Fue hacia el baño con los sobres. Sacó el vaso de cristal del armarito que había encima del lavabo. Abrió el grifo. Tardó un par de segundos en percatarse de lo que ocurría. No había agua.

domingo, 19 de mayo de 2013

Somos muy buenos...

...tal vez demasiado.

Imagen: Manel Fontdevila


CONTRASTE

Sumidos en la impotencia
nos devoran los escualos
y nos machacan a palos
mas la continua violencia
no agota nuestra paciencia
mientras los que están al mando
se cabrean mucho cuando
para decir que están hartas
van las gentes con pancartas
pacíficas y cantando.

lunes, 13 de mayo de 2013

Cuando muere un poeta...

...se callan los pájaros, los estremecimientos se quedan huérfanos, y las lágrimas vagan desconsoladas. Circunstancias personales me habían tenido apartado de este blog últimamente, y es terrible tener que volver así. El pasado lunes, día 6 de mayo de 2013, moría en Murcia a los 47 años de edad el poeta Ramón Ataz, víctima de un infarto. Yo no me enteré hasta unos días después, y la noticia ha sido un mazazo descomunal. Ramón era el autor del blog El bosque de Mnemea, que seguía con devoción y en donde acostumbraba a dejar comentarios alabando sus maravillosos poemas. Él también se hizo seguidor de mi blog, y acabamos contactando vía Facebook. Aunque no llegué a conocerle en persona, los atisbos de su alma que pude percibir me impresionaron, me llegaron muy hondo, y sé que siempre le echaré de menos. A los que me leéis y no conozcáis los poemas de Ramón, deciros que si queréis haceros un favor muy grande a vosotros mismos, visitad su blog y leed sus versos. Os aumentará el gasto en pañuelos, pero me agradeceréis el consejo.

Imagen: Carlos Becerra




EN EL BOSQUE DE MNEMEA

                                                                    A Ramón Ataz

Las lágrimas riegan hoy los morfemas
que plantaste en Mnemea con tus manos,
la tierra donde germinaron sanos
árboles de carne y sangre, poemas

que en la noche refulgen como gemas
alumbrando los asuntos humanos,
los pequeños misterios cotidianos
del amor y la vida y sus problemas.

No es posible decirte adiós, Ramón,
tan sólo un “hasta pronto” con cariño,
porque en este bosque tu corazón

late aún, perennemente lampiño,
desnudo en su ternura y su razón,
hermoso como los ojos de un niño.