lunes, 24 de diciembre de 2012

Un cuento de Navidad...

Pues sí. Han llegado las "entrañables", y tocaba hacer algo como esto. Creo que no me ha quedado muy allá, pero es entretenido. Espero que os guste y que se lo leáis a vuestros niños y también les guste. ¡Felices Fiestas a todos!

Imagen: Patrimonio Natural de Castilla y León (Parque "El Robledal del Oso", Palencia)




EL TESORO DEL NIÑO JESÚS


– ¡¡Allí!! ¡¡Allí!

El viejo señalaba hacia la izquierda, hacia el terraplén que había cruzando la carretera. Vestía un raído jersey verde del que asomaba el cuello de una camisa a cuadros también verde, unos vaqueros viejos y unas zapatillas deportivas. Parecía fuera de sí. Volvió a señalar hacia el terraplén.

– ¡¡Allí encontrarás tu destino!!

Jaime cabeceó y siguió su camino, dejando atrás al viejo gritón. Ya conocía su destino, y no era agradable. Era 22 de diciembre, estaban a punto de empezar las Navidades, en la Lotería no le había tocado ni la pedrea y acababa de quedarse sin trabajo.

– Diez años, maldita sea. Diez años con ese imbécil para esto – dijo para sí.

Se dirigió pensativo hacia su casa, cavilando cómo iba a decírselo a su mujer. Ella estaba en el paro desde hacía tres meses, pero el trabajo de él parecía seguro. Maldito Damián. Pero no tenía razón, aquello que decía no podía hacerse. Y lo de aquel cliente no había sido culpa suya. Su jefe era bastante poco razonable, y ya estaba acostumbrado a discutir con él por cualquier cosa, pero nunca hubiera imaginado que pudiera llegar a despedirle de esta forma. Por fin llegó delante del portal del edificio donde vivían. Iba a meter la llave en la cerradura, pero se contuvo. Se llevó una mano a los ojos, y se le escapó un sollozo. No, todavía no podía enfrentarse a esto. Decidió irse a dar un paseo para refrescar sus ideas, y encontrar la mejor forma de contarlo. Al cabo de un rato volvió a escuchar:

– ¡¡Es por allí! ¡¡Por allí!!

Era el viejo de antes. Sin darse cuenta había vuelto sobre sus pasos, y se encontraba otra vez al borde de la carretera. Divertido, preguntó:

– ¿Qué hay allí?

El viejo se acercó a él, contento de que por fin alguien le atendiera, y le apoyó una agrietada mano en el hombro.

– ¡Ah! ¡Ya lo verás! ¡Prodigios! ¡Maravillas! ¡Es tu destino! ¡Sigue el camino! ¡Solamente tienes que seguir el camino! – masculló el viejo. Y esta vez señaló hacia abajo. En el asfalto de la calzada había pintada una flecha verde, apuntando en la misma dirección que el viejo.

– ¿Lo ves? ¡Es allí! ¡Allí! ¡Allí!

El viejo parecía chiflado, pero aquella flecha no recordaba haberla visto antes. La curiosidad lo venció. Sonrió al viejo, que le devolvió la sonrisa. Miró a derecha e izquierda para asegurarse de que no pasaba ningún coche, y cruzó la carretera.

– ¡¡Sí!! ¡¡Sí!! ¡¡Tú verás la luz!! ¡¡Tú verás la luz, Jaime!! – oyó a sus espaldas.

¿Jaime? ¿Cómo sabía su nombre? Se dio la vuelta, pero el viejo ya no estaba. Y tampoco se le oía. Miró hacia la carretera, y comprobó alarmado que no había ninguna flecha pintada en el pavimento. ¿Estaba loco o qué? ¿La había visto o no la había visto?

Iba a cruzar de vuelta, pero un último ramalazo de curiosidad le hizo girarse en la dirección que supuestamente tenía que ir. El terraplén finalizaba en un pequeño descampado, en el que sobresalía un gran poste. Y pintada en el poste había una flecha azul.

– Oh, no – se dijo riendo –,  no sé qué narices está pasando, pero no tengo intención de jugar a esto. Que se busquen a otro, que yo tengo ya bastantes problemas –. Pero el viejo le había llamado por su nombre. De modo que, fuera lo que fuera, aquello era para él. ¿O no? ¿O todo era una maldita casualidad? Volvió a mirar la flecha pintada en el poste. – ¡Qué caray! ¡Allá vamos! – exclamó.

Descendió el terraplén, llegó hasta el poste, y siguió la dirección indicada por la flecha, hasta alcanzar las inmediaciones de un viejo caserón abandonado. Miró hacia atrás, y vio que la flecha en el poste había desaparecido. Buscó entonces por la pared del caserón. Sí, había una flecha amarilla, señalando hacia un viejo puente cercano, tendido sobre un arroyo ahora casi inexistente y sobre el que pasaba una carretera en desuso. Caminó hasta allí. Según se acercaba se dio cuenta de que, de alguna forma, el puente estaba cegado. No se veía la salida por el otro lado, de modo que aquello parecía una cueva. Dudó. ¿Y si todo aquello era una emboscada, y dentro había alguien esperando para atracar al primer incauto que hiciera caso al viejo? Por si acaso, recogió del suelo una recia rama que encontró caída. El viento debía haberla arrastrado hasta allí. Golpeó el aire dos veces. Sí, podía servir como arma. Con ella en ristre, se aproximó hacia el puente cegado. No se oía ningún sonido.

En cuanto puso sus pies bajo la sombra del puente se sintió extraño, y la luz pareció cambiar, haciéndose más tenue. Sacó el móvil del bolsillo y lo encendió para usarlo como linterna. El lugar resultaba extraño, el suelo parecía de piedra, no había hierba como ocurría fuera. Avanzó unos pasos y se detuvo. Lo que había encima era una carretera comarcal. El puente no podía ser tan profundo, pero la cueva parecía continuar hasta muy adentro. Entonces pisó algo que crujió. Se agachó, apuntó con la luz del móvil hacia el lugar y se encontró con que había un conjunto de huesos roídos. Aquello no le gustaba nada. Se dio la vuelta para marcharse. Pero antes de salir de la sombra del puente apareció algo en la entrada. Por increíble que fuera, se trataba de un oso.

El oso bufó al verle, se puso en pie sobre sus patas traseras y soltó un gruñido aterrador. Jaime empuñó la rama que había cogido y, despacio, se dirigió hacia la salida caminando pegado a la pared de la cueva, por el lado contrario a donde estaba el oso. La situación no tenía ninguna lógica. ¿Cómo podía haber allí un oso, tan cerca de la ciudad?

El oso volvió a ponerse a cuatro patas, hociqueó, golpeó la tierra con sus patas delanteras y dio un par de pasos amenazadores en su dirección. Jaime le miró y dijo con voz débil:

– Tranqui, bicho, que yo sólo quiero salir de aquí.

Finalmente, el oso acometió. Jaime golpeó frenéticamente con la rama y consiguió impactar un par de veces en la nariz del plantígrado. El oso se dolió un momento, y Jaime aprovechó para salir corriendo de la cueva. Corrió como alma que lleva el diablo hasta que se dio cuenta de que el paisaje había cambiado. Este no era el paraje que conocía. ¡Estaba en medio de un bosque! Miró hacia atrás, y allí no había ningún puente ni ninguna carretera, sino una imponente formación rocosa, en la que resaltaba la negra boca de una cueva. El oso estaba a la entrada, y parecía haber renunciado a perseguirle.

Un poco más tranquilo, miró en derredor. Árboles por todas partes. ¿Dónde diablos estaba? Sacó el móvil, pero no había cobertura, y el reloj parecía haberse vuelto loco. Marcaba las 28:14. Lo demás funcionaba, y la batería estaba casi llena. ¿Qué sitio era aquel? Cuando entró bajo el puente, debía haberse transportado de algún modo hasta aquel lugar. Pero… ¿cómo? ¿Qué magia era esta?

– ¡Como pille al viejo ese me lo voy a cargar! – dijo furioso.

Siguió caminando una media hora, alejándose de la cueva, hasta que encontró una flecha de madera atada firmemente con cuerdas al tronco de un árbol. Casi no la había visto. Estaba oscureciendo, y la luna se destacaba brillante en el cielo crespuscular. Sintió frío. Justo en ese momento, oyó el aullido lejano de un lobo. Otro le contestó… más cerca.

Dios mío, pensó. ¿Primero un oso y ahora lobos? Apretó el paso, en la dirección que señalaba la flecha. No podía hacer otra cosa. Volvió a oírse otro aullido, y este parecía estar sólo unas decenas de metros por detrás. Echó a correr.

Al cabo de un rato oyó las pisadas. Se estaban aproximando, y él empezaba a encontrarse sin resuello. ¡Esa mañana se había levantado a las seis para ir a trabajar normalmente, y ahora le estaba persiguiendo una manada de lobos! Ya era casi de noche. Encendió el móvil, buscando algún sitio donde esconderse, o tal vez una de aquellas malditas flechas. Por fin la vio. Era muy grande, estaba pintada en un ancho árbol, y señalaba hacia arriba. El árbol tenía algunas gruesas ramas bajas que le permitirían encaramarse, y eso empezó a hacer. Llevaba ascendidos unos pocos metros cuando llegaron los lobos. Cinco. Se había librado por unos veinte segundos.

Un lobo saltó. Otro intentó auparse por las ramas más bajas, y se cayó entre quejidos. Gruñeron y le enseñaron los dientes, pero estaba fuera de su alcance. Respiró. Pasado un tiempo, tres de ellos se fueron, pero los otros dos se quedaron acechando. Tenía que pensar qué hacer. Miró hacia arriba, y con los últimos destellos del sol percibió una extraña sombra, más arriba en el árbol. Continuó trepando y alcanzó lo que parecía una especie de plataforma cuadrangular construida en madera. ¿Quién había hecho aquello? No podía saberlo. Se izó hasta situarse sobre ella. Allí pudo ponerse en pie sin necesidad de sujetarse a las ramas. Entonces tuvo la idea de arrancar algunas ramas delgadas. Se quitó los cordones de los zapatos y las ató. Luego desgajó los fragmentos de rama que sobresalieran del conjunto. Se sacó el mechero del cinturón y se puso a intentar prenderle fuego al hato de ramas, para crear una antorcha. Tras varios intentos infructuosos terminó por conseguirlo.

El sol se había puesto, y hacía cada vez más frío. La trémula luna brillaba en el horizonte, entre las estrellas. La luz de la antorcha había ejercido de reclamo y, cuando miró hacia abajo, contó cuatro lobos bajo el árbol. Pero gracias al fuego, había entrado algo en calor. Recorrió su improvisado refugio a ver si su creador había dejado una manta o algo para comer. No había nada de eso, pero se percató de que de uno de los lados partía una pasarela que la conectaba con otra plataforma, en otro árbol. Y al extender el brazo y alumbrar con la antorcha, comprobó que esa plataforma se comunicaba a su vez con otra. ¡Un camino en los árboles! Se puso en marcha, alentado por aquel singular hallazgo. Pero los lobos le seguían por debajo.

Tras cerca de una hora de tránsito arbóreo, llegó hasta la linde del bosque. En la distancia, a unas decenas de metros, la luna iluminaba un lago. Y, cerca de la orilla, se recortaba la sombra de una barca. Pero no podía simplemente bajarse y correr hacia allí, los lobos lo atraparían. De su plataforma partía una pasarela hacia la derecha. La siguió a ver dónde acababa el camino. Según avanzaba, se alejaba de la barca, pero la orilla del lago quedaba más cerca. Por fin, el camino finalizó. Muy cerca del último árbol se alzaba una gran roca. Desde la altura en que estaba, podría saltar hacia ella y auparse hacia la cima, en cambio los lobos no podrían subir. Lanzó primero la antorcha, que aterrizó sobre la amplia superficie de la roca. Luego saltó. No había calculado bien la distancia, y estuvo a punto de caerse. Pero se agarró a un saliente, y el miedo hizo que lograra izarse hasta arriba. Apartó la antorcha, que le quemaba las piernas. El corazón le latía con fuerza. Pensó en su familia, que estaría en casa esperando por él. A estas horas, ya estarían preocupados. Si ellos supieran…

Tenía que volver. Fuera como fuera. Se puso de rodillas y alumbró hacia abajo con la antorcha. No se veía a los lobos. Aquella gran roca era la primera de un promontorio que llegaba hasta el borde mismo del lago. Había suficientes salientes y hendiduras para subir sin dificultad. Pero cuando alcanzó la cumbre, un lobo le estaba esperando. Escuchó a los otros, acercándose. Debía haber otra manera de subir.

El lobo le enseño los dientes, y él empuñó la antorcha y amagó golpearle con ella. El lobo reculó un poco. Habiendo tomado la iniciativa, dio dos pasos gritando con la antorcha en ristre. El lobo salió huyendo, pero no tardaría en volver con sus congéneres. Jaime dejó la antorcha en el suelo, llegó hasta el borde y se zambulló en el agua. Estaba terriblemente fría, pero no podía pararse. Nadó hacia la barca.

A sus espaldas, oyó un par de chapoteos. Dos lobos se habían aventurado a seguirle. Siguió nadando, con los músculos cada vez más agarrotados por el esfuerzo. Miró hacia atrás. Los lobos habían desistido y nadaban hacia la orilla. Descansó un poco, dejándose flotar. Probó el agua: ¡era dulce! Bebió a grandes sorbos para recuperar fuerzas. Luego continuó nadando, más tranquilo. Por fin alcanzó la barca. Ahora tenía que izarse, pero estaba demasiado cansado. Miró hacia la orilla. Se había congregado un grupo de lobos. Le observaban, pero no se decidían a ir a por él. La barca estaba amarrada por la proa con un grueso cabo, que se internaba en el agua y volvía a sobresalir cerca de la orilla, unos treinta metros más allá, para acabar amarrado a un poste en la playa.

Tirando del cabo, hizo girar la barca hasta ponerla paralela al mismo, entonces apoyó el pie izquierdo en la cuerda, aupándose sobre ella se agarró a la orla con las dos manos, y haciendo fuerza consiguió pasar el pie derecho por el borde, y después el izquierdo. Se despatarró sobre la cubierta. Lo había logrado.

No sabía cuánto tiempo había estado descansando. Se sentó en la bancada, inspeccionó el fondo de la barca y encontró dos remos. Qué barbaridad, hoy le tocaba hacer de todo. Los situó sobre las horquillas de la barca. Con dificultad, desamarró el cabo. Y ahora… ¿hacia dónde? Era noche cerrada. Entonces se dio cuenta. Al otro lado del lago se veía una luz. Dio un grito de júbilo y comenzó a bogar.

Le llevó tal vez dos horas alcanzar la orilla deseada. Bajó de la barca. No tenía con qué amarrarla, así que la dejó ir. Ahora veía claramente la luz. Procedía de un edificio situado en la cima de un pequeño monte, cuya falda llegaba hasta la orilla del lago. No parecía estar muy lejos. Sacó el móvil del bolsillo, pero no funcionaba. El baño no le había sentado bien al aparato. Con sólo la luna y las estrellas para guiar su camino, inició el ascenso. Llegó a una zona de matorrales. Por allí podría ocultarse cualquier cosa. Desgajó un par de ramas y buscó un camino más despejado. En eso estaba cuando, por el rabillo del ojo, le pareció que algo se movía. Se dio la vuelta y se encontró con una serpiente erguida, balanceándose encima de una piedra. La luz lunar arrancaba destellos de sus escamas.

– Lo que faltaba, ahora serpientes. Pues te vas a enterar. Si el oso y los lobos no pudieron conmigo, ¡tú tampoco! – le espetó, desafiante.

La serpiente continuaba su baile, buscando el momento propicio para atacar. Jaime azuzó las ramas hacia ella, pero el ofidio no se apartó, limitándose a bisbisear. ¿Sería venenosa? Imposible saberlo. Empuñó una rama con cada mano, y comenzó a rodear a la serpiente, haciéndola torcerse, obligándola a modificar su posición, para que no estuviera cómoda. De repente Jaime la atacó por sorpresa, con la mano izquierda. Como esperaba, la serpiente lo esquivó y se lanzó hacia el lado contrario, donde la esperaba con el otro brazo preparado. La golpeó con toda su fuerza, y el impulso mandó a la serpiente a varios metros de distancia. No creía haberle hecho mucho daño, pero esperaba que se le hubieran quitado las ganas de meterse con él.

Continuó explorando y halló lo que parecía un camino empedrado. Siguió por él y en menos de un cuarto de hora se encontró en la cima de la colina. Allí estaba el curioso edificio. Era de piedra, alargado, y la luz provenía de ventanales situados en la parte superior, a todo lo largo de su dos costados. En el frente había un pórtico tallado y una puerta de madera con una manilla de hierro.

Se acercó a la puerta, y probó la manilla. Cedía. Abrió la puerta, y la luz le inundó. Era una sala longitudinal, flanqueada de puertas. Muchas puertas, de diversos materiales y tamaños. Al fondo, una escalera de caracol llevaba al piso superior, donde había más y más puertas. Entre puerta y puerta había antorchas en soportes de hierro. Arriba, se veían los ventanales. Entró, cerró la puerta de acceso, y se puso a recorrer la extraña sala, contemplando cada puerta con atención. En cada puerta había una cerradura, pero todas las cerraduras parecían idénticas. Y estaba seguro de que todas correspondían a su llave.

– De acuerdo, comprendo, esto es un juego, ¿no? Se trata de acertar con la puerta correcta – comentó, pensando en voz alta.

Ninguna de las puertas de la planta baja llamó su atención. Subió por la chirriante escalera de caracol y probó en el primer piso. En la cuarta puerta se detuvo. Conocía aquella puerta. La conocía muy bien.

Aquella era la puerta de su casa.

Sacó su llavero del bolsillo del pantalón. Escogió la llave correcta,  la introdujo en la cerradura y, temblando, la hizo girar. La puerta se abrió.

– ¿Eres tú, cariño? – la familiar voz de su mujer le llegó desde la cocina.

Entró. Las lágrimas le corrían por las mejillas. Se giró para contemplar otra vez la sala del edificio de piedra, pero a través de la puerta lo único que se veía era el rellano de la escalera. Se echó a reír, y se secó las lágrimas. ¡Había vuelto!

– Cariño, ¿pasa algo? – insistió su esposa.

Jaime se sintió azorado. ¿Y ahora como voy a explicar la ropa mojada y estropeada, los zapatos sin cordones…? Pero se dio cuenta de que estaba seco, la ropa impecable, y los zapatos perfectamente atados. Sacó el móvil del bolsillo. Funcionaba, y sólo marcaba las 20:45. Cerró la puerta del piso, y abrió la de la cocina. Sandra estaba picando ajo. Levantó la cabeza y le sonrió. Jaime se abalanzó sobre ella, la abrazó y la llenó de besos.

– ¡Para, bruto! ¿Qué ocurre? – dijo ella riendo –. ¡A ver si te voy a mancar con el cuchillo!

– ¡Que te quiero! – gritó él. Luego la soltó y, como quien no quiere la cosa, añadió – ¿Quieres que te ayude? ¿Salo los filetes? – No podía dejar de mirarla.

– Ya están salados. Anda, vete con los críos, que te están esperando.

Iba a hacerle caso, pero se detuvo. ¿No tenía algo que decirle? ¿No le habían echado del trabajo esa mañana? Con todo lo que había ocurrido, parecía casi un hecho sin importancia. Sin embargo, antes de que pudiera hablar, se adelantó su mujer:

– ¿Sabes que ha llamado tu jefe?

– ¿Qué? ¿Y qué quería ese?

– Dijo que quería pedirte disculpas, que no sabía lo que decía, que tenías tú razón. Y que esperaba que cuando fueras a trabajar el día después de Navidad no estuvieras demasiado cabreado. ¿Qué os ha pasado? ¿Ya habéis discutido otra vez?

Jaime se quedó pasmado. ¿Volver el día después de Navidad? ¿Entonces no estaba despedido? Balbuceó:

– Sí, sí, he… hemos discutido… otra vez. Ya… ya sabes cómo se pone.

– Mira que sois los dos igual de cabezones, ¿eh? – dijo ella, asintiendo levemente con la cabeza, mirándole con cara de pequeño disgusto.

– Sí… no… ya… vale, voy a ver a los niños. ¿Te han dado mucha guerra? – inquirió.

– Para nada. Han sido muy buenos. Llevan toda la tarde con el Belén. Están muy entretenidos.

Salió de la cocina, y empezó a saltar. ¡No estaba despedido! ¡No estaba despedido! Fue hacia el salón. Allí estaban los dos, atareados en el Belén. Guapísimos, cada uno con su pijamita puesto. Silvia de seis años, y Alfredo de nueve.

– ¡Hola, papi! – gritó Silvia.

– ¡Holaaaa! – añadió Alfredo.

– ¡Hola, preciosos! ¿A ver qué estáis haciendo? – dijo Jaime acercándose.

– Lo hemos hecho más grande – le informó su hijo –. Mira, aquí hemos puesto una cueva.

– Sí, y ahí vive un oso, ¡grrrr! ¡grrrr! – gruñó Silvia. Efectivamente, había un oso de plastilina a la entrada de la cueva de cartón.

– Luego aquí hemos puesto un bosque. ¡Y tiene un camino para ir por los árboles! – continuó el niño.

– Y en el bosque hay lobos, ¡auuuu! ¡auuuu! – aulló Silvia. Efectivamente, había dos lobos de plastilina en el bosque, que estaba hecho con recortes de imágenes de revistas pegados en cartulina. El camino arbóreo lo formaban pequeñas astillitas de madera, pegadas con pegamento a las figuras recortadas.

– Ya, y eso es un lago, ¿no? – apuntó Jaime, señalando un gran óvalo de papel de aluminio.

– ¡Sííííí! Y aquí hay un monte con un castillo – dijo Alfredo exaltado.

– Y en el monte hay serpientes, ¡bssss! ¡bssss! – bisbiseó Silvia. Efectivamente, había una serpiente de plastilina en medio del monte de papel maché. El castillo lo habían hecho con una caja pequeña de galletas.

– Y del castillo parte un camino hasta el portal de Belén – concluyó Alfredo, triunfante.

Jaime no sabía qué pensar. Estaba demasiado asombrado. Miró a sus hijos, y los pequeños le devolvieron la mirada sonrientes, llenos de amor.

– Osos, lobos, serpientes… ¿vosotros estáis seguros de que queréis que los Reyes Magos lleguen? – les cuestionó.

– ¿Cómo no van a llegar? – contestó Silvia, extrañada. – ¡Si son Magos!

– ¡Eso, Magos! – confirmó su hermano, como si el asunto no tuviera discusión.

Entonces Jaime se fijó en una figura de plastilina, en el camino que bajaba del monte hasta el portal de Belén. Las piernas eran azules, el tronco y los brazos verdes, y el pelo blanco. El viejo.

– ¿Y ese quién es? – preguntó, señalándolo.

– Ese es… no sé. Lo ha hecho Silvia – respondió Alfredo.

– ¡Es el loco del pueblo! – afirmó la niña. – Pero es el único que sabe dónde está el tesoro.

– ¿El tesoro? ¿Qué tesoro? – le preguntó su padre.

– Pues, el tesoro… mmmm… el tesoro… el tesorooooo… eeeee… ¡el tesoro del Niño Jesús!  explicó Silvia.

– Hala, burra, que el Niño Jesús no tenía ningún tesoro – exclamó Alfredo.

– ¡Que sí! – gritó Silvia. – ¿Y lo que le dieron los Reyes qué?

– ¡Que los Reyes no han llegado todavía! – repuso el niño, llevándose las manos a la cabeza.

– ¡Este año no! – insistió la pequeña. – Pero el año pasado ya vinieron, ¿a que sí? Y le dieron oro. Y le dieron también… pienso. Para los animales, supongo. Y también… ¿ceniza?

– ¡Ja, ja, ja! No, no es eso, le dieron mirra – se burló su hermano.

– ¿Mirra? ¿Y eso qué es?

– Mirra es… cerveza, ¿no, papá?

– No. Birras son cervezas – aclaró su padre.

– Ah, entonces eso, le llevaron oro, pienso y birras – expuso Alfredo, tajante.

Jaime no pudo aguantar más. Se dobló de la risa, luego se puso de rodillas y extendió los brazos.

– Venid aquí – les llamó.

Silvia acudió enseguida. Alfredo se mostró algo más remolón, pero fue igualmente.

– Jo, papá, que yo ya soy mayor – protestó.

Pero cuando los envolvió a los dos entre sus brazos, ambos sonreían con la misma intensidad. Besó sus mejillas, sintió la calidez de sus pequeños cuerpos, percibió la vida que latía en ellos, y dijo sencillamente:

– Feliz Navidad, hijos.

2 comentarios:

  1. Menuda aventura, me has hecho reir con lo del oro, el pienso y las birras.
    ¡FELIZ NAVIDAD!, Rumeinia, para ti y tu familia.
    Aunque no comente te leo siempre que puedo.
    Muchos besos.

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    1. ¡Muchas gracias, Dinah! Mi relato no tiene grandes pretensiones literarias, me basta con que divierta. Si lo he conseguido contigo, ningún comentario me hará más feliz. ¡Felices Fiestas también para ti y los tuyos!

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